El viaje a Lanzarote es uno de los que se recuerdan para toda la vida. Esta isla mágica, una de las más bonitas de las Islas Canarias y de España, está declarada desde 1993 como Reserva de la Biosfera por la UNESCO y nos atrapó desde el primer minuto que pusimos un pie en ella. Nunca hubiéramos imaginado que había tantas cosas que ver y hacer en la tercera isla más poblada de las Islas Canarias.
Una de las grandes ventajas del archipiélago canario es que cualquier época del año es buena para visitarlo, así que, tal y como hicimos en nuestro anterior viaje a Gran Canaria, decidimos reservar una semana a finales de octubre para descubrir la isla de Lanzarote. Nuestro objetivo no era tanto disfrutar de sus playas, sino conocer sus parajes naturales y aprender sobre César Manrique, el arquitecto que con su lucha salvó a Lanzarote de convertirse en víctima del boom del ladrillo, dejando un legado de valor incalculable en la isla.
Una de las primeras dudas que nos surgió a la hora de preparar el viaje fue dónde alojarnos en Lanzarote. Queríamos huir de la zona más turística de Puerto del Carmen, así que teníamos varias opciones. Finalmente nos decidimos por un apartamento en la capital, Arrecife, donde los precios eran incluso más económicos y la oferta de lugares para cenar era más que suficiente.
ARRECIFE
Ya que aterrizamos allí a mediodía, decidimos dedicar la primera jornada del viaje a asentarnos y conocer los puntos más importantes de Arrecife. Comenzamos por el Charco de San Ginés, una laguna situada justo en el centro de la ciudad, llena de barcos pesqueros y rodeada de un bonito paseo peatonal donde se concentran gran cantidad de restaurantes y pubs. Es el lugar con más ambiente nocturno de Arrecife. Lo primero que hicimos al llegar allí fue buscar un buen lugar donde comer, y lo encontramos en la Tasca la Raspa, donde pudimos probar platos típicos canarios y darnos cuenta del excelente trato que se da al viajero en esta maravillosa isla.
Para bajar la abundante comida nos dirigimos paseando hacia el Museo Internacional de Arte Contemporáneo, sin dejar de ver el océano en ningún momento. Fue una agradable caminata hasta la parte más alta de la ciudad, mientras veíamos cómo el cielo se iba encapotando y nos empezaba a amenazar una tormenta. Afortunadamente llegamos al museo en el momento en que empezaba a llover, así que entramos a ver las obras de su interior, de artistas tan reconocidos como Joan Miró o Antoni Tàpies. El museo, renovado por César Manrique en la década de 1970, se encuentra situado en el interior del Castillo de San José, y desde sus amplios ventanales hay unas preciosas vistas al puerto. Además la lluvia tuvo su parte positiva, ya que tuvimos la suerte de contemplar el paisaje con un doble arco iris que nos dejó cautivados durante varios minutos.
Deshicimos nuestros pasos para volver hacia el centro de Arrecife, de nuevo bordeando la costa, no sin antes realizar una parada intermedia en la cervecería artesanal NAO, situada en un polígono industrial. Ya en la ciudad llegamos al Castillo de San Gabriel, una fortaleza situada en un islote a escasos metros de la costa, a la que se puede acceder por un estrecho camino. Más o menos a la misma altura comienza la Calle León y Castillo, una de las más transitadas y comerciales de Arrecife. Allí nos entretuvimos hasta que llegó la hora de cenar, para lo que escogimos un agradable restaurante llamado Strava Bar, donde además también tenían cervezas artesanales locales.
NORTE DE LANZAROTE
Una de las actividades que más nos apetecía en nuestro viaje a Lanzarote era tomar el ferry a La Graciosa y recorrer la pequeña isla en mountain bike. Nos levantamos temprano para evitar masificaciones y poder aprovechar el día al máximo. El resto de la experiencia os la contamos en un post especial al respecto, al que puedes acceder pinchando en el link.
Nada más volver de La Graciosa nos dirigimos al Mirador del Río, uno de los lugares más espectaculares del norte de Lanzarote. Este mirador, ubicado a 474 metros de altura en el Risco de Famara, fue una de las creaciones más representativas de César Manrique. En su interior las características paredes blancas con recovecos, escaleras de caracol y enormes ventanales te conducen a un balcón desde el que se puede ver toda la isla de La Graciosa. Una panorámica que te quita el aliento.
Todavía impresionados tomamos el coche para desplazarnos unos pocos kilómetros hacia el este. Allí teníamos previsto visitar la Cueva de los Verdes y los Jameos del Agua, dos de los puntos más visitados de la isla. La Cueva de los Verdes es una formación volcánica que, debido al paso de lava fluida por debajo de un bloque de lava compacta durante una erupción hace más de 5.000 años, generó un tubo volcánico de casi 7 kilómetros de longitud, de los cuales 1.500 metros se adentran en el océano en lo que se conoce como el Túnel de la Atlántida. Es toda una experiencia recorrer los túneles y conocer el origen de esta maravilla de la naturaleza.
A escasos metros de allí pudimos contemplar otra de las obras maestras de César Manrique, los Jameos del Agua. Este complejo turístico, artístico y cultural forma parte del tubo volcánico que acabábamos de visitar, y contiene elementos adicionales como un restaurante, un auditorio e incluso una piscina en la parte superior, rodeada de plantas y árboles autóctonos que le dan un aire de oasis en medio de una isla de tonos terracota y arenas negruzcas. Uno de los grandes placeres del viaje fue la simple contemplación de los paisajes que íbamos atravesando con el coche, siempre manchados de blanco por alguno de los pintorescos pueblos que, como si fuera un goteo aleatorio, rompen la monotonía cromática cada pocos kilómetros.
Tras el intenso día consideramos que nos merecíamos un homenaje, y nos lo dimos en el restaurante Los Algibes, en Tahiche, donde pudimos degustar carne a la brasa de primera calidad, otra de las especialidades locales.
Al día siguiente, tras hacer un poco de deporte en uno de los volcanes que rodean a Arrecife, nos dirigimos a uno de los lugares que nos había quedado pendiente de la zona norte de Lanzarote, el Jardín del Cactus. Este jardín botánico esta situado en el hueco dejado por una antigua cantera que, a modo de cráter, acoge en su interior todo tipo de plantas de esta especie tan común en la isla. Fue el último trabajo de César Manrique en Lanzarote, en 1991. En el interior del jardín, protegido del aire, uno se siente pequeño ante tanta belleza. Un ejemplo más del amor de este arquitecto por la naturaleza y los elementos autóctonos de su tierra.
Para cerrar nuestro recorrido por el norte de Lanzarote, nos fuimos a ver cómo rompían las olas en Caleta de Famara, una playa en la que no hay mejor opción que quedarse quieto contemplando la grandeza del acantilado que, frente a El Río, el estrecho entre Lanzarote y La Graciosa, domina los elementos y, de alguna forma, protege a la isla. Allí comimos en el elegante restaurante El Risco, como despedida de esta zona.
SUR DE LANZAROTE
Prácticamente el 50% de la superficie sur de Lanzarote está copada por el Parque Nacional de Timanfaya, un conjunto de más de 25 volcanes que, en algunos puntos se convierte en un mar de lava solidificada en el que no podíamos alcanzar a ver el final. Se formó a partir de una erupción masiva producida en el siglo XVIII, en la que varias poblaciones de la isla quedaron sepultadas, y todavía hoy día hay allí puntos de alta actividad volcánica.
La única forma de recorrer una parte del parque es en un autobús turístico, así que, tras hacer algo de cola, dejamos el coche en el parking y nos dejamos llevar por ese conjunto de cráteres, agujeros, cuevas y ríos de lava, maravillados por el paisaje que nos envolvía.
Terminada la visita nos fuimos a ver la zona sur del Parque Nacional, donde conocimos algunos de los lugares naturales más bonitos de Lanzarote. Comenzamos por la Playa de Montaña Bermeja, una cala de piedras negras que emitían un tranquilizante sonido cada vez que el agua las movía de un lado a otro. Tras ella, una montaña de color rojo, que da nombre a la playa, completaba el espectáculo.
Cerca de allí pudimos ver también el Charco de los Clicos, una laguna frente a la costa cuyo color verde intenso viene provocado por un tipo de alga que habita en su interior y por el alto contenido en azufre. En aquel lugar recordamos algunas escenas cinematográficas como la de Lena y Mateo, en "Los abrazos rotos". Ese espectáculo nos abrió el apetito, así que nos fuimos a El Golfo, donde en la terraza del restaurante Mar Azul probamos unas deliciosas lapas recién despegadas de las rocas, sentados a escasos metros del océano.
Ese día, de regreso a Arrecife, hicimos un par de paradas antes de irnos a cenar a una terraza del Charco de San Ginés. Nos detuvimos en la Casa Museo del Campesino, otro proyecto del arquitecto local para honrar a todos aquellos habitantes de Lanzarote que, a lo largo de la historia, han trabajado una tierra complicada y han conseguido sacar adelante sus vidas y sus cultivos. Fue una buena forma de conocer como se ha trabajado el campo en esta isla. Por último nos acercamos a Teguise, un pintoresco pueblecito de callejuelas empedradas y, como no, casas blancas, donde hicimos alguna compra de alimentos autóctonos y nos relajamos recordando lo vivido aquel día.
Nuestra última jornada completa en Lanzarote la comenzamos desayunando en una panadería que nos llevaba llamando la atención varios días. Se llamaba Levain, un nombre que nos teletransportó por un instante a nuestro viaje a Nueva York, donde visitamos una tienda de galletas con el mismo nombre gracias a las recomendaciones de Elvira Lindo en su libro "Lugares que no quiero compartir con nadie". Fue una manera genial de cargar fuerzas para continuar nuestra ruta por los mejores lugares del sur de Lanzarote.
Tomamos el coche y nos fuimos a ver la Costa de Papagayo, para ver las que probablemente sean las mejores playas de Lanzarote. El acceso a la zona en coche está restringido, la carretera no está asfaltada y es necesario pagar un pequeño precio por la entrada. Todo sea por preservar esta zona lo más virgen posible. Allí disfrutamos de unas vistas espectaculares al océano y a la cercana isla de Fuerteventura, la cual visitamos un par de años después, y pudimos ver como incluso a finales de octubre, y a pesar del fuerte viento que soplaba, la gente se animaba a bañarse en las paradisíacas calas, algo no apto para personas acostumbradas a las cálidas aguas del Mediterráneo, como es nuestro caso.
Por poner una pega, a pocos kilómetros de esta costa se encuentra la zona más castigada por la industria del ladrillo, llena de urbanizaciones y resorts, aunque sin edificios de excesiva altura. La evitamos completamente y nos fuimos a Yaiza, un pequeño pueblo del interior de casas desperdigadas. Allí teníamos marcado en el mapa un local llamado Bar Stop en el que, por precios populares, servían platos sabrosos y contundentes de comida canaria. Fue toda una experiencia sentirse como uno más de aquel lugar, comiendo apoyados en la concurrida barra y escuchando las historias cotidianas de los lanzaroteños que allí se encontraban. Una parada obligatoria en el sur de Lanzarote.
Cargados de energía nos fuimos hacia la costa para visitar las Salinas de Janubio, situadas junto a una laguna de idéntico nombre formada gracias a la barrera de lava que la protege del mar. Pudimos ver bien de cerca los montones de sal recién extraídos en esta instalación protegida por su alto valor científico. Desde allí salía una maravillosa carretera que, a modo de frontera entre el océano y un mar de lava solidificada, nos llevó a Los Hervideros, uno de los lugares más sorprendentes de Lanzarote.
Por este conjunto de cuevas, frente al océano, circulaba el agua bajo nuestros pies. En días de mar bravo, el agua golpea fuertemente las paredes y sale despedida hacia el exterior, formando nubes de gotas de agua salada que dan la impresión de estar hirviendo. Fue un auténtico subidón de adrenalina observar este espectáculo desde arriba y ver cómo, en pocos segundos, el nivel del mar subía y bajaba unos cuantos metros y golpeaba de manera violenta las rocas de lava.
Para añadir contraste al día, nuestro siguiente destino fue la Fundación César Manrique, en Teguise. Esta institución, dedicada a la memoria y conservación de la obra del arquitecto, está ubicada en una antigua casa de Manrique, totalmente mimetizada con su entorno entre cuevas formadas por las erupciones volcánicas en la isla, y manteniendo un respeto absoluto por la arquitectura tradicional de Lanzarote pero con un espíritu abierto y vanguardista. Fue una experiencia preciosa imaginarse viviendo en un lugar así, lleno de estancias abiertas en las que la luz natural ilumina cada uno de los rincones, pero al mismo tiempo quedan resguardados del calor y del viento.
Acabamos el día recorriendo la carretera por la zona de La Geria, flanqueada por viñedos en los que la vid crece sobre la tierra de color negro en hoyos de hasta cuatro o cinco metros de diámetro y con muros de piedra que los rodean para proteger la planta de los fuertes vientos característicos de la isla. Paramos en una de las bodegas de las muchas que encontramos a lo largo del recorrido para probar algunos vinos con denominación de origen y comprobar su alta calidad, teniendo en cuenta su peculiar método de cultivo, único en el mundo.
Nuestro último día en Lanzarote nos dejaba unas horas libres antes de volar de regreso a Valencia, así que decidimos aprovecharlas para visitar la Casa Museo de César Manrique, el último lugar que habitó el arquitecto antes de su muerte en 1992. Allí pudimos descubrir su faceta artística en su taller personal de pintura y escultura. Un espacio íntimo que ahora es posible conocer.
Fue una pena ver lo rápido que se nos había pasado el tiempo en Lanzarote, y es que esta isla nos generó un vínculo muy fuerte. Algo más allá de su belleza dejó una profunda huella en nosotros. Si oyes decir a alguien que esta isla es mágica, créetelo. Nada más despegar ya teníamos ganas de volver y estamos seguros que lo haremos algún día.
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